
Mensaje con motivo de la Jornada de la Sagrada Familia 2016
VIVIR LA ALEGRÍA DEL AMOR EN LA FAMILIA
Jornada de la Sagrada Familia
30 de diciembre de 2016
Este año el papa Francisco ha regalado a su Iglesia la exhortación apostólica Amoris laetitia, fruto de los dos Sínodos, donde nos invita a todos los cristianos a cuidar el matrimonio y la familia. En ella, el papa nos impulsa a proponer de un modo renovado e ilusionante la vocación al matrimonio y a mostrar la belleza, verdad y bien de la realidad matrimonial y familiar como un don de Dios, como una respuesta a una vocación excelente.
La cultura de lo provisional
Nuestra cultura actual está marcada por lo provisorio: «Me refiero -dice el papa-, por ejemplo, a la velocidad con la que las personas pasan de una relación afectiva a otra. Creen que el amor, como en las redes sociales, se puede conectar o desconectar a gusto del consumidor e incluso bloquear rápidamente. Se traslada a las relaciones afectivas lo que sucede con un modo de proceder con los objetos y el medio ambiente, lamentablemente demasiado extendido: todo es descartable, cada uno usa y tira, gasta y rompe, aprovecha y estruja mientras sirva. Después, ¡adiós!» (AL, n. 39).
También está marcada por dificultades sociales, como puede ser la falta de una vivienda digna o adecuada; por la falta de derechos de los niños [1]; por la necesidad de mejorar la conciliación laboral y familiar [2]; por la dificultad de apreciar el don inmenso que supone toda vida humana [3]; por la búsqueda obsesiva de placer [4]; por la necesidad de hacer del tiempo de los esposos un tiempo de calidad para escucharse uno al otro con paciencia y atención y dialogar, hasta que el otro haya expresado todo lo que necesitaba.
La familia como horizonte de esperanza
Ahora bien, estos desafíos, lejos de constituir obstáculos insalvables, se convierten para la familia cristiana y para la Iglesia en una oportunidad nueva, de tal forma que la propia familia encuentra en ellos un estímulo para fortalecerse y crecer como comunidad de vida y amor que engendra vida y esperanza en la sociedad. El amor esponsal que crece y se desarrolla en la familia es tan fecundo que está llamado a superar sus propios confines: «El pequeño núcleo familiar no debería aislarse de la familia ampliada, donde están los padres, los tíos, los primos, e incluso los vecinos» (AL, n. 187). El amor siempre tiende a expandirse, a cuidar de aquellos que se encuentran alrededor; nos impulsa a salir de nosotros mismos para generar una cultura del encuentro, superando «el individualismo de estos tiempos que a veces lleva a encerrarse en un pequeño nido de seguridad y a sentir a los otros como un peligro molesto» (AL, n. 187). Este mismo amor esponsal sobrepasa los límites de la propia carne para acoger en el seno de la familia a quienes corren el riesgo de ser descartados o caer en las orillas de la marginación y la exclusión: «Esta familia grande debería integrar con mucho amor a las madres adolescentes, a los niños sin padres, a las mujeres solas que deben llevar adelante la educación de sus hijos, a las personas con alguna discapacidad que requieren mucho afecto y cercanía, a los jóvenes que luchan contra una adicción, a los solteros, separados o viudos que sufren la soledad, a los ancianos y enfermos que no reciben el apoyo de sus hijos, y en su seno tienen cabida “incluso los más desastrosos en las conductas de su vida”» (AL, n. 187).
Esto nos habla de la grandeza, belleza y bondad del matrimonio y de la familia y, por tanto, de la necesidad de una adecuada formación y preparación de aquellos llamados a cuidarla, tanto de los seminaristas y sacerdotes, como de los agentes de pastoral familiar, y, ¡cómo no!, de los protagonistas de la apasionante aventura de responder generosamente a la vocación matrimonial: los novios, que deben ser acompañados durante el noviazgo, y los esposos, que deben ser acompañados, particularmente en los primeros años del matrimonio. Por desgracia, «la preparación próxima al matrimonio tiende a concentrarse en las invitaciones, la vestimenta, la fiesta y los innumerables detalles que consumen tanto el presupuesto como las energías y la alegría. Los novios llegan agobiados y agotados al casamiento, en lugar de dedicar las mejores fuerzas a prepararse como pareja para el gran paso que van a dar juntos. Esta mentalidad se refleja también en algunas uniones de hecho que nunca llegan al casamiento porque piensan en festejos demasiado costosos, en lugar de dar prioridad al amor mutuo y a su formalización ante los demás» (AL, n. 212). Ello revela la urgencia de una presentación renovada de la profundidad, centralidad e importancia decisiva del consentimiento matrimonial que da comienzo a la vida conyugal, con todos los cambios esenciales que esta nueva realidad implica.
Amor a prueba de crisis
El papa Francisco nos recuerda que la vida matrimonial y el amor conyugal necesitan tiempo disponible y gratuito, que coloque otras cosas en un segundo lugar. Hace falta tiempo para dialogar, para abrazarse sin prisa, para compartir proyectos, para escucharse, para mirarse, para valorarse, para fortalecer la relación. A veces, el problema es el ritmo frenético de la sociedad, o los tiempos que imponen los compromisos laborales. Otras veces el problema es que el tiempo que se pasa juntos no tiene calidad. Solo compartimos un espacio físico, pero sin prestarnos atención el uno al otro» (AL, n. 224).
De este modo, el amor es don y tarea y viene atravesado por momentos de crisis y dificultades, propias de todo camino humano. A este respecto, el papa afirma: «En todos los matrimonios hay crisis y es normal que aparezcan las crisis». Él habla de cuatro tipos de crisis. Habla en primer lugar de unas crisis comunes (cf. AL, n. 235), por ejemplo cuando en el matrimonio se debe aprender a compatibilizar las diferencias, salir de la casa paterna y aprender las claves de una nueva convivencia; o cuando llega el primer hijo, con sus nuevos desafíos emocionales; cuando llega la adolescencia; la crisis del nido vacío, cuando los hijos se hacen mayores y van a formar ellos una nueva familia. Son crisis comunes que hay que acompañar. En segundo lugar, se encuentran las crisis personales (cf. AL, n. 236), por ejemplo, cuando hay dificultades económicas, crisis afectivas, sociales, laborales, espirituales, crisis personales que hay que iluminar y acompañar. En tercer lugar, se describen las crisis de fragilidad y de incumplimiento de expectativas (cf. AL, n. 237), y dice el papa: «Se ha vuelto frecuente que cuando uno siente que no recibe lo que desea, o que no se cumple lo que soñaba, eso parece ser suficiente para dar fin a un matrimonio». En cuarto lugar, habla de lo que acertadamente denomina crisis de viejas heridas (cf. AL, n. 239): «Cuando alguno de los miembros de la familia no ha madurado su manera de relacionarse, porque no ha sanado heridas de alguna etapa de su vida»; «A veces las personas necesitan realizar a los cuarenta años una madurez atrasada que debería haberse logrado al final de la adolescencia». En muchas ocasiones se trata de un amor distorsionado por el egocentrismo. Para la superación de estas crisis el acompañamiento personalizado y paciente de los esposos por parte de la Iglesia se revela como una herramienta clave que deben estar dispuestos a ofrecer con humildad, respeto y competencia quienes están llamados a desarrollar esta importante labor.
Por un verdadero ambiente familiar. Generar una cultura de la familia
El camino de la familia necesita una morada, un ambiente apropiado, un tejido de relaciones donde pueda crecer y germinar el deseo humano. No hay persona sin personas, matrimonio sin matrimonios, familia sin familias; por ello es urgente generar una cultura verdaderamente familiar. Como afirmaba san Agustín: «Quien quiera vivir, tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se acerque, que crea, forme parte de este cuerpo para ser vivificado. No recele la unión de los miembros, no sea un miembro canceroso que merezca ser cortado, ni miembro dislocado de quien se avergüencen; sea hermoso, esté adaptado, esté sano, esté unido al cuerpo, viva de Dios para Dios; trabaje ahora en la tierra para que después reine en el cielo» [5]. Por este motivo el desafío y la misión de la Iglesia hoy es ser arca de Noé, sacramento de salvación, hospital de campaña, en palabras del papa Francisco, generando espacios y tiempos nuevos, un ambiente y una cultura favorables en los que la familia pueda crecer y vivir en plenitud su vocación al amor.
La alegría del Evangelio se refleja en la alegría del amor que se vive y se aprende de modo eminente en la familia. En la exhortación Evangelii gaudium el papa Francisco nos exhortaba a «pedir al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, ¡en contra de todo! A cada uno de nosotros se dirige la exhortación paulina: “No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien” (Rom 12, 21). Y también: “¡No nos cansemos de hacer el bien!” (Gál 6, 9)» (EG, n. 101). Esta fuerza para amar nace, crece y se fortalece en la familia y es fuente de perenne alegría para el ser humano y para la realidad social en la que la familia vive como fuente que da frescura y hogar frente al desamor y a la intemperie.
Pedimos al cielo que seamos capaces de cultivar y testimoniar esta alegría que llena el mundo de esperanza y lo hace un lugar habitable según el designio amoroso (de Dios) para la humanidad entera. A santa María, causa de nuestra alegría, encomendamos a todas las familias, de modo particular a las que pasan (mayores dificultades). Con gran afecto.
✠ Mario Iceta Gavicagogeascoa
Obispo de Bilbao, Presidente de la Subcomisión Episcopal
para la Familia y la Defensa de la Vida
✠ Francisco Gil Hellín
Arzobispo emérito de Burgos
✠ Juan Antonio Reig Plà
Obispo de Alcalá de Henares
✠ Gerardo Melgar Viciosa
Obispo de Ciudad Real
✠ José Mazuelos Pérez
Obispo de Jerez de la Frontera
✠ Carlos Manuel Escribano Subías
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño
✠ Juan Antonio Aznárez Cobo
Obispo auxiliar de Pamplona y Tudela
[1] «Es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida» (AL, n. 83)
[2] «Muchos se han referido a la función educativa, que se ve dificultada, entre otras causas, porque los padres llegan a su casa cansados y sin ganas de conversar, en muchas familias ya ni siquiera existe el hábito de comer juntos, y crece una gran variedad de ofertas de distracción además de la adicción a la televisión» (AL, n. 50).
[3] «No puedo dejar de decir que, si la familia es el santuario de la vida, el lugar donde la vida es engendrada y cuidada, constituye una contradicción lacerante que se convierta en el lugar donde la vida es negada y destrozada. Es tan grande el valor de una vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser un objeto de dominio de otro ser humano» (AL, n. 83).
[4] «En el matrimonio conviene cuidar la alegría del amor. Cuando la búsqueda del placer es obsesiva, nos encierra en una sola cosa y nos incapacita para encontrar otro tipo de satisfacciones. Las alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar la felicidad de los demás, en un anticipo del cielo» (AL, n. 126).
[5] Cf. SAN AGUSTÍN, In Iohannis Evangelium Tractatus, 26, 13: CCL 36,266.
FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA – Padre Raniero Cantalamessa
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» .
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
– «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre:
– «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.
El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba. (Lucas 2, 22-40)
En la vejez darán todavía frutos
P. Raniero Cantalamessa
En el Domingo después de Navidad la liturgia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Jesús ha querido nacer en el seno de una familia humana, si bien por obra del Espíritu Santo y de una madre Virgen.
Toda familia está constituida por un conjunto de relaciones. Está, ante todo, la relación entre marido y mujer; después, entre los padres y los hijos. Hoy tendemos a cerrar aquí el cerco familiar. Pero, no es justo: hay otra relación más amplia: la de entre los abuelos y los nietos, o entre los ancianos y los jóvenes, que es hasta parte integrante de toda familia humana normal.
Este año las lecturas nos ofrecen la ocasión de reflexionar precisamente sobre este último componente de la familia: los ancianos. En la liturgia de este Domingo ellos prevalecen de forma incontrastable. Cada una de las tres lecturas nos presenta a una pareja de ancianos: la primera y la segunda lectura, a Abrahán y Sara; el Evangelio, a Simeón y Ana.
Los ancianos viven una nueva situación en el mundo de hoy; son los que más se han resentido de los vertiginosos cambios sociales de la era moderna. Dos factores han contribuido a cambiar radicalmente el papel de los ancianos. El primero es la moderna organización del trabajo. Ésta favorece la puesta al día y el conocimiento de las últimas técnicas, más que la experiencia, y por lo tanto favorece a los jóvenes; fija, además, un umbral o un paso detrás del que la persona debe dejar su profesión e ir a la jubilación. En algunas lenguas, como el inglés, el término con el que se designa a los pensionistas es aún más crudo: retirement, retiro.
El otro factor es el atestiguarse un tipo de familia así llamada monocelular, esto es, formada sólo por el marido, la mujer y los hijos, con los ancianos que sólo de tiempo en tiempo ven a los hijos y a los nietos. Todo esto ha creado los problemas que ya conocemos: soledad, marginación, enorme empobrecimiento de la vida de familia, especialmente para los niños, para los cuales los abuelos son figuras importantes y equilibradoras.
No ha sido siempre así. En la Biblia y, en general, en las sociedades antiguas, los ancianos, más que ser marginados y constituir una “edad inútil”, eran los verdaderos pilares en torno a los que giraba la familia y la sociedad. Hoy decirle a una persona “¡viejo!” suena como un insulto; pero, en un tiempo era un título honorífico. Del latín señor (que es el comparativo de senex), viejo, ha provenido nuestro “señor”. ¡Pensad un poco en qué cambio! Cuando de una persona decimos: “Se comporta como un verdadero señor” venimos a decir que se comporta como un verdadero anciano. También, la palabra presbíteros, sacerdotes, tiene el mismo origen, esta vez del griego, y significa sencillamente ancianos. Recuerdo estas cosas no por curiosidad, sino para ayudar a los ancianos a volver a encontrar una más justa idea de sí y a descubrir el don que existe en el hecho de ser ancianos.
Partimos del famoso, y por muchos temido, tiempo de ser pensionistas. Pero, ¿es en verdad, el ser pensionistas, un “retirarse”, un llegar a estar separados de la vida verdadera? Yo conozco a distintas personas para las que tal momento no ha sido el inicio del declive, sino el principio de una nueva laboriosidad. Una vez libres de un trabajo frecuentemente no escogido, no sentido como gratificante y creativo, han descubierto que tenían finalmente tiempo para dedicarse a una actividad nueva, con la que congenian más. Sobre todo, han descubierto que, después de haber trabajado toda la vida para necesidades del cuerpo y para deberes terrenos, podían finalmente dedicarse con más entusiasmo a cultivar su espíritu. Algunos profesionales han pedido anticipar su situación de pensionistas para poder dedicar el resto de sus años y de sus energías a una empresa mejor: ¡el reino de Dios! Con competencia y entusiasmo prestan su labor a la evangelización, en actualizar y realizar proyectos caritativos, en el voluntariado o sencillamente para ayudar al párroco en pequeños servicios exigidos por la comunidad. Para todos éstos se realiza aquella palabra del salmo que dice: “En la vejez producen fruto, siguen llenos de frescura y lozanía” (Salmo 92, 15).
Cuánta confianza da a este propósito la parábola de Jesús, en donde se habla del operario de la undécima hora, que recibe la misma paga que los primeros. Quiere decir que nunca es demasiado tarde. Supongamos que uno, asaltado por la necesidad, o también movido por la sed de ganancias, haya abandonado durante toda la vida el cultivar su fe, que haya permanecido lejos de los sacramentos y de todo. Pues bien, Dios le ofrece una nueva posibilidad. Como uno que nunca ha pagado los subsidios y el dueño le concede ir también como pensionista con el máximo de puntos. ¡Cuántas personas, en el paraíso, deben su salvación a los años de su ancianidad!
La Escritura traza también las líneas para una espiritualidad del anciano, esto es, un perfil de las virtudes, que más deben resplandecer en su conducta: “Di a los ancianos que sean sobrios, serios y que piensen bien; que estén robustos en la fe, en el amor y en la paciencia. A las ancianas, lo mismo: que sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni se envicien con el vino, sino maestras en lo bueno, de modo que inspiren buenas ideas a las jóvenes, enseñándoles a amar a los maridos y a sus hijos” (Tito 2, 2-4).
No es difícil deducir de este conjunto de recomendaciones los rasgos fundamentales que hacen a un buen anciano. En el anciano, hombre o mujer, ante todo debe sobresalir una cierta calma, dignidad, que hace de él un elemento de equilibrio en la familia. Uno que sabe relativizar las cosas en los litigios, rebajar los tonos, inducir a la reflexión y a la paciencia. Una de las situaciones más penosas, que viven hoy los ancianos, es asistir impotentes al deshacerse el matrimonio de sus hijos, con todo lo que esto comporta para los nietos, para todos. También en esta circunstancia, el anciano debe ser alguien que invita a la reconciliación, puntualiza no tomar decisiones precipitadas, uno que “pone paz”.
Otra virtud sugerida a los ancianos es una cierta apertura hacia los jóvenes. A las mujeres ancianas se les recomienda que “enseñen a amar” a las jóvenes. ¡Cuántas cosas hay encerradas en esta frase! Esto supone en el anciano la capacidad de saberse adaptar a los tiempos que cambian, apreciar las novedades y los valores positivos de los que son portadores los jóvenes. Uno de los defectos, que ya los antiguos echaban en cara a los ancianos, es ser laudatores temporis acti, esto es, el de alabar, en todo momento, las cosas del pasado, aquello que se decía o hacía en su tiempo. Esto es un defecto que se nota, a veces, también en los sacerdotes y en los obispos ancianos, frente a los cambios, que tienen lugar en la Iglesia.
Pero, las indicaciones más concretas para una espiritualidad del anciano nos vienen precisamente de las figuras de los ancianos, que hemos recordado al inicio. Abrahán y Sara nos dicen que la verdadera fuerza, que debe sostener a un anciano, es la fe: “Por fe, obedeció Abrahán a la llamada… Por fe, también Sara, cuando ya le había pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje… Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac…” Abrahán tenía un hijo único, Isaac, obtenido en edad avanzada, como un don explícito de Dios. Lo era todo para él. Y he aquí que un día Dios le pide llevárselo al monte y sacrificarlo. Uno se puede imaginar la pena del viejo padre. Esto me hace pensar en aquellos ancianos padres, que han tenido que acompañar a la tumba a un hijo suyo, quizás el único que tenían, y no consiguen poseer la paz.
Sabemos que Abrahán volvió a recibir al hijo vivo; Dios quería sólo poner a prueba su obediencia. Yo quisiera decirles a los ancianos, que han perdido a sus hijos: también vosotros los recibiréis vivos. Y no durante algún año, en este mundo, sino para siempre. Tened fe, porque es precisamente por la fe por lo que desde ahora podéis sentirlos como vivos y cercanos en Dios. No recurráis a otros medios extraños, ocultos, casi siempre falaces, para meteros en contacto con los difuntos. Os haríais mal a vosotros mismos, sin hacerles bien a ellos, porque esto es un poneros contra Dios.
De Simeón y de Ana, la pareja de ancianos del Evangelio, aprendemos la otra virtud fundamental de los ancianos: la esperanza. Simeón había esperado toda la vida poder ver al Mesías. Estaba ya cercano su fin, parecía todo acabado; ha continuado esperando; y un día ha tenido la alegría de estrechar entre sus brazos al Niño Jesús. Quizá, también algún anciano de entre vosotros tiene algún deseo que lo ata a la vida, por ejemplo, ver situados o colocados a todos los hijos. Para muchas madres, este deseo es ver a un hijo o una hija suya reconciliados con Dios, vueltos a la Iglesia. Continuad como Simeón esperando y rezando. La esperanza es el verdadero elixir de la eterna juventud. Se dice: “mientras hay vida hay esperanza”; pero, todavía más verdadero es lo contrario: “mientras hay esperanza hay vida”.
En los Salmos encontramos esta chocante oración de un anciano, que todos, jóvenes y viejos, podemos ahora hacer nuestra en la primera o en la segunda parte: “No me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando decae mi vigor… ¡Oh Dios, me has instruido desde joven, y he anunciado hasta hoy tus maravillas! Ahora, viejo y con canas, ¡no me abandones, Dios mío!” (Salmo 71,9.17-18).
Fiesta de la Sagrada Familia, Ciclo A
Mateo 2, 13-15.19-23: «Hombre y mujer los creó»
Autor: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
Sitio Web: P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
Sirácida 3, 2-6.12-14; Colosenses 3, 12.21; Mateo 2, 13-15.19-23
«Hombre y mujer los creó»
El domingo después de Navidad se celebra la festividad de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. En la segunda lectura san Pablo dice: «Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se vuelvan apocados». En este texto se presentan las dos relaciones fundamentales que, juntas, constituyen la familia: la relación esposa-esposo y la relación padres-hijos.
De las dos relaciones la más importante es la primera, la relación de pareja, porque de ella depende en gran parte la segunda, la de los hijos. Leyendo con perspectiva moderna aquellas palabras de Pablo, de inmediato salta a la vista una dificultad. Pablo recomienda al marido que «ame» a la mujer (y esto está bien), pero después recomienda a la mujer que sea «sumisa» al marido, y esto, en una sociedad fuertemente (y justamente) consciente de la igualdad de sexos, parece inaceptable.
Sobre este punto san Pablo está, al menos en parte, condicionado por la mentalidad de su tiempo. Con todo, la solución no es eliminar de las relaciones entre marido y mujer la palabra «sumisión», sino en todo caso hacerla recíproca, como recíproco debe ser también el amor. En otras palabras: no sólo el marido debe amar a la mujer, sino que también la mujer al marido; no sólo la mujer debe ser sumisa al marido, sino también el marido a la mujer. La sumisión no es sino un aspecto y una exigencia del amor. Para quien ama, someterse al objeto del propio amor no humilla, sino que le hace feliz. Someterse significa, en este caso, no decidir solo; saber a veces renunciar al propio punto de vista. En resumen, recordar que se ha pasado a ser «cónyuges», o sea, literalmente, personas que están bajo «el mismo yugo» libremente acogido.
La Biblia plantea una relación estrecha entre ser creados «a imagen de Dios» y el hecho de ser «hombre y mujer» (v. Gn 1,27). La semejanza consiste en esto. Dios es único y solo, pero no es solitario. El amor exige comunión, intercambio interpersonal, requiere que haya un «yo» y un «tú». Por eso el Dios cristiano es uno y trino. En Él coexisten unidad y distinción: unidad de naturaleza, de voluntad, de intención, y distinción de características y de personas. Precisamente en esto la pareja humana es imagen de Dios. La familia humana es reflejo de la Trinidad. Marido y mujer son, en efecto, una sola carne, un solo corazón, una sola alma, aún en la diversidad de sexo y de personalidad. Los esposos están uno ante otro como un «yo» y un «tú», y están frente a todo el resto del mundo, empezando por los propios hijos, como un «nosotros», como si se tratara de una sola persona, pero ya no singular, sino plural. «Nosotros», o sea, «tu madre y yo», «tu padre y yo». Así habló María a Jesús, después de encontrarle en el templo.
Sabemos bien que éste es el ideal y que, como en todas las cosas, la realidad es con frecuencia bastante diferente, más humilde y más compleja, a veces incluso trágica. Pero estamos tan bombardeados de casos de fracasos que a lo mejor, por una vez, no está mal volver a proponer el ideal de la pareja, primero en el plano sencillamente natural y humano, y después en el cristiano. ¡Ay de llegar a avergonzarse de los ideales en nombre de un malentendido realismo! El final de una sociedad, en este caso, estaría marcado. Los jóvenes tienen derecho a que se les transmitan, por parte de los mayores, ideales, y no sólo escepticismo y cinismo. Nada tiene la fuerza de atracción que posee el ideal.
[Traducción del original italiano realizada por Marta Lago]


